“Visnú es la “casa del universo” y su apariencia es horrible
porque se manifiesta como una presencia abigarrada, hecha de todas las formas:
las de la vida tanto como las de la muerte”, dirá Octavio Paz sobre la
apariencia de la divinidad en el Bhagavad-gītā, en el epifánico encuentro entre
el guerrero Arjuna y Krishna. Lo real no es solo se muestra en lo que
comúnmente entendemos como lo bello e ideal, sino también en su horrenda faz.
No solo en la germinación, sino en la liquidación de la existencia, es que esto
se presenta. En “Vidas y Muertes de San Jerónimo de Estridón” (Aletheya- El
Pasto Verde Records, 2019) de Javier Rivera (Arequipa, 1978) podemos distinguir
ese ánimo de expresar la totalidad de la experiencia, a través de su poesía: la
límpida y estética mirada infantil de este sujeto poético que va tras su memoria; ora hermosa, ora terrible.
Vidas y muertes de San Jerónimo de Estridón, presenta fotos
del autor y familiares en circunstancias felices. Diría que no hay uno de ellos
que no esboce una sonrisa en un espacio geográfico definido, el barrio de San
Jerónimo en la zona del cercado, en Arequipa. Las fotos aluden definitivamente
al pasado. Al final del libro se señala que el autor vivió ahí hasta los 11
años allí. Ya lo dijera el gran poeta austriaco Reiner Maria Rilke: “La verdadera
patria del ser humano es la infancia”. En ese mundo se define en gran parte
quiénes somos. Todas estas señas marcan las impresiones de este poemario.
Tras estas primeras impresiones y ya entrando al libro, uno
se enfrenta a estas palabras sobre el pórtico de sillar: “Los vendedores de
biblias de Trento te dieron las gracias en 1546. No podías suponer que bajo tu
nombre brotaría yo para contar tus intimidades”. Desocultando con ello, lo que estaba
detrás de esas sonrisas.
Estos textos, que se erigen desde un andamiaje verbal narrativo, desbordan por la minuciosidad de sus imágenes, que se destacan por un acabado que delinea en un principio, un ambiente familiar de una impecable y lúdica ternura: “El cubrecama cálido era atacado por la luz de la mañana, debajo del aire se pintaba de rojo naranja, el ventanal de la habitación no dejaba de lanzar fotones en dirección de la nave. Dentro, los cómplices guerreros sonreían de costado y se hacían señas para mantener el espíritu”.
Este trazo seguro, que configura una mirada infantil pura, donde se posan sus ojos, es intervenido por el anticlímax de una presencia, que distorsiona “ese momento perfecto”, incluso en el estilo. Genera la sensación contraria al minucioso amor de la primera parte de ese cuadro, para generar una sensación de rápida intromisión violenta como aquel que luego de dañar tira la puerta provocando un sonido estrepitoso: “Combatimos. Ganábamos siempre que estábamos juntos, luego llamaban a desayunar y mamá nos hacía Nesquik de fresa con leche antes de secar sus ojos morados de Xanax y Somese. Papá era lo que queda después que el cielo se traga una estrella”
Ya lo dirá en los últimos versos de otro poema: “Fuimos dos
rostros afilados hacia la cima, viendo caer entre las bellísimas líneas de luz, la inocencia hasta la astilla”. Las batallas y
aventuras de los juegos, representan, formas alternativas para poder combatir
la violencia. La poesía en ese sentido, marca la gesta de un niño por combatir
la violencia del adulto paterno, el espíritu del mismo, su resistencia y valor.
Todo esto es expresado con tal belleza, que genera pasajes de una gran
humanidad.
Si la figura paterna, se presenta de forma violenta, la femineidad de la madre, se presenta como una imagen salvadora y verdadera, a diferencia de las imágenes falsas, como esta de arcilla: “…fluyendo de mí por una boca emergente (llorando en este puto valle de lágrimas)/ y todo por una Virgen de arcilla/ que nunca me exaltó/ ni con la gracia de su arenosa grieta”
El lenguaje narrativo es sorprendido por pasajes de
deslumbrante raptos líricos. El oído para producir música en la prosa, se
extrema como en solos de guitarra interminables dentro de la orquesta de otros
instrumentos también tocados con virtuosísmo: “A vista del niño propicio/ les
cambia el rostro:/ se les sonroja el labro,/ el clípeo/ la frente/ el vértex,/
se les hacen agua los palpos labiales/
El poema “La niñas coleópeteras” es un ejercicio de música, pero también de sentido semántico. Separado en secciones como si fuera un vinilo (en franca alusión al pasado) “Lado A”, “Interludio”, “Lado B”, la altura lírica desciende a lo narrativo (nuevamente el uso del anticlímax) y a un desencanto, no exento de gracia: “De día coqueteabas con nosotros con cada uno/ me decías “eres lindo”/ te amo/ y yo te creía (acto de fé),/ aunque nos dijeras lo mismo a los tres”
La referencia a la familia y ciertos giros estilísticos,
recuerdan a Antonio Cisneros y José Watanabe. La recuperación de la memoria, el
humor, la ironía, que se despliegan en esta poética de forma narrativa y
conversacional, remiten a “el oso hormiguero”. Aunque lo lírico como dijera arriba, no es ajeno, lo
cual también se despliega naturalmente en varios pasajes. A Watanabe me sabe el
delicado trazo de las imágenes, el sentimiento muchas veces sereno, la
filiación familiar tan estrecha, constituyente del centro del sujeto poético.
Estos giros estilísticos y dialectales de Rivera guardan su propia factura, en
parte con el contexto geográfico en el cual transcurren los poemas: la Arequipa
de una familia de clase media en los años 80s.
Esta fluidez del libro, que comento, según mi opinión, pudo verse mejor
resguardada evitando poner un epígrafe por poema. Me parece que estos distraen
un poco la lectura, que se sostiene tan bien a
partir de cómo se presentan los textos que lo conforman. Detalles que no
ensombrecen la propuesta, que en términos generales, presentan una poética de
profunda sensibilidad, contrastada por sentimientos de mucha ternura y amor,
pero a su vez de implacable crítica, a través de la sutil perversidad que asoma
en un ángulo de esa mirada infantil, tierna y pura; qué llega
sin pedir permiso.
DE LA NAVE ESPACIAL QUE VOLABA CON EL JUANMA
Los niños encima de los caballos
Sus padres al mirarlos envejecen en cada vuelta
Los niños ríen
No saben que los caballos son de palo
Hugo Paviot
A trece mil pies del planeta Belda, nuestra nave Sankoukai,
es herida por el láser mortal de los padres Gavanas – olor a naranja y hierba
luisa. Enterrados de la presencia de una nube de angustia sobre el sistema
solar, marchamos en dirección de Analis con la misión de destruir a nuestros
enemigos, antepasados malvados de la galaxia.
El cubrecama cálido era atacado por la luz de la mañana,
debajo el aire se pintaba de rojo naranja, el ventanal de la habitación no
dejaba de lanzar fotones en dirección de la nave. Dentro, los cómplices
guerreros sonreían de costado y se hacían señas para mantener el espíritu.
Idea extraña de ave acurrucándose
vuelo cuchillo
naturaleza que vibra con el nombre
hoja de trébol
longitudes
de sal
barrena invertida
onda de cáscara
ocho cubano
crujido de pan
tonel
estallidos de trompeta y piano.
El lomo de la lengua contra el paladar y el aire
entrecortado imitaba el sonido de los verdes rayos de las pistolas (metáfora
biliar, putrefacción).
Sankoukai se acercaba a Analis. En ese momento el miedo no
era una opción, todo en el espíritu era osadía, se dirigían al peligro cósmico
antes del desayuno, gorreando unos camotes fritos de la mesa en proceso.
Combatimos. Ganábamos siempre que estábamos juntos, luego
llamaban a desayunar y mamá nos hacía Nesquik de fresa con leche antes de secar
sus ojos morados de Xanax y Somese. Papá era lo que queda después que el cielo
se traga una estrella.
bellísimo libro, la casa de Javier es la casa de todos.
ResponderBorrarExcelente reseña.
Un abrazo