lunes, 8 de junio de 2020

Muchacha, hay una enfermedad maravillosa (Reseña sobreTrendelemburg, de Eduardo Borjas)




Muchacha, hay una enfermedad maravillosa, reza uno de los versos de Trendelemburg (Vagón azul, 2014), título del libro que se refiere en primer término, a la posición médica en la cual un cuerpo se recuesta boca arriba sobre una camilla inclinada, con las extremidades inferiores a mayor altura que las superiores, buscando que la sangre irrigue mejor la cabeza del paciente. Relacionada al campo de la medicina, me arriesgaría  a decir que esta posición desde un punto de vista simbólico, podría revelarnos, bajo la luz de estos poemas, un cuerpo en estado de infección/contemplación terminal, que delira y visiona en una ciudad antes que ésta desaparezca. La inclinación de la camilla en la posición Trendelemburg, genera esa imagen, ese estado latente de caída inminente por parte de ese cuerpo.

Pues algo se pudre en Lima, por una calle, un pasaje, una avenida, en tránsito hacia el fin ¿“como por un largo camino de la desesperación”? me pregunto, parafraseando el  título del poemario de Carlos Oliva, poeta perteneciente al grupo Neón de la generación de los noventa, diría que no exactamente. Eduardo Borjas atraviesa la ciudad solo, con el grandísimo poder de su Yo, surfeando su Mardelirio. Avanza por esta ciudad desierta en escombros y como en el mito órfico, apela a un Hermes para que lo aconseje y guíe a través de él, y claro, a una Eurídice que le muestre el camino, ambos, en forma de recuerdos; de los antiguos pobladores de esta tierra, antes que a alguien se le ocurra ponerle de nombre Lima y los otros recuerdos, a partir de la historia que se escribiera junto a una muchacha, en la cual no cabemos nosotros, solo ellos.
Lo femenino insufla vida a esta ciudad desierta, como si procediera de una dimensión más real que este territorio de espectros. Le ofrece al poeta aquella flor que termina siendo un poema a escribirse sobre las paredes, en los parachoques, colchones y catres para soportar el camino.
Lo bello, lo melodioso, lo rítmico aparecen en este contexto, no como aspectos aislados, meramente estetizantes, si no como un canto desesperado de aquel que apela a la belleza y perfección de su arte para alcanzar al ser que perdió. De la misma forma que Orfeo descendiera al Hades a través de la música que producía su arpa, de la misma forma Eduardo se interna en esta Lima, digamos, apocalíptica, con la belleza y musicalidad de sus palabras, al punto que levanta a los muertos y hacen incluso, danzar a los espíritus con ella.
Esta relación que se establece con los recuerdos y las raíces verdaderas fuera de una Lima enferma y degradada, crea vasos comunicantes con otros poetas, como el caso de Vallejo o de manera más implícita, con Carlos Oquendo de Amat. Por ejemplo en la primera parte del poemario, al iniciar esta, se escribe una suerte de proemio, en la cual se hace alusión al poema Idilio muerto. Dice:
“Tú solo deseabas ser testigo de ese último resplandor. Pero el invierno hacía jirones de un idilio muerto en plena calle...”
La ciudad se presenta en este pasaje, como un espacio, no solo capaz de enfermar los cuerpos y extinguirlos, sino capaz de afectar aquello más sagrado, esos recuerdos que dan identidad
En el poema Idilio muerto de Vallejo, también se hace alusión al recuerdo de una muchacha, cito el inicio del mismo:
“Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.”

El estudioso José Cerna Bazán categorizara como Belén, el espacio primigenio, el hogar donde la madre, la familia y el primer amor moran; en contraposición con la capital, que no sabe recibirlo, si no con el desamparo y el extrañamiento, Lima, simbolizada en aquel lugar que Vallejo llama Bizancio.
El idilio de esa vida, ese mundo ideal de Belén, muere al alejarse de su seno, como reza en el título de ese conocido poema de Vallejo: Idilio muerto, y que el poeta Eduardo Borja utiliza para describir aquel sentimiento hondo, de nostalgia, por la amada ausente que busca, vuelto jirones, destrozado y absorbido por las pista, por donde los autos cruzan, veloces, breves fuegos destinados a desaparecer.
Tras esa atmósfera apocalíptica/terminal como dijera, algo se resiste al fin, algo que la verdadera poesía siempre buscó y que Octavio Paz bien llama, el salto mortal, que siembra en el ser humano ese anhelo, ese sueño, de ganarle a la muerte aunque parezca inevitable.
Las motivaciones para querer emprender tal salto, son diversas, una de las más poderosas sin embargo, es aquella signada por el amor que uno perdió, el objeto de deseo con el cual ya no podremos interactuar para seguir recreando ese sentimiento de plenitud. No tenerlo es tornarnos seres vacíos, deseosos, desequilibrados, errantes.
Esa búsqueda de trascender pese a que la razón nos dice que el fin está cerca, se vislumbra en esta poesía, en ese impulso erótico que busca salvar aquella muchacha que este sujeto poético necesita, para encontrar sentido en un mundo donde ya no lo hay; ese ser ya no está, solo sus rastros que impregnan con luz florescente a las cosas.
En esta ciudad de escombros, aquellos rastros, flores, melodías hermosas, palabras más reales que nada, encuentro a esta muchacha pérdida, como la luz que conduce el camino del sujeto poético, más que guiarlo como podría ser un Virgilio y una Beatriz con un camino claramente establecido, veo más claramente a Eurídice en la errancia de un territorio sin camino como es Lima, urbs infernales, adonde solo hayan cabida seres abandonados, que no es otra cosa que la metáfora de lo irrecuperable y el deseo de contravenir a lo hecho, de ir en contra del destino, es que vislumbro un Orfeo yendo tras Eurídice en un mundo de fantasmas, con sombras que no dejan notar si provienen de un cuerpo vivo o muerto. Motivándome en este punto a volver al título del libro, Trendelemburg, y a la necesidad de establecer un juego semántico, que surge de esa necesidad imperiosa de trascender las sombras y pensar que ese título hace alusión a un viaje en tren, en ese misterioso Trendelemburg, a través de esta ciudad sin identidad, habitada por sombras, a la cual necesitamos cruzar, imposibilitados de evitarlo, ya que aquí yace enterrado, cubierto por el óxido, por la humedad, nuestro verdadero lugar, por eso este sujeto necesita ir y perderse en todo su fango y sus calles gríses, dice en su poema “Provenza”:
Largas pesadillas regurgitan y florecen
Largos estallidos vacíos   e interiores
Yo suelo –por eso- sonreír a los transeúntes
Que se pierden felizmente en esta ciudad triste



Pero luego se vuelve a la realidad, ese tren no existe, solo esa camilla de hospital inclinada en posición Trendelemburg y algunos recuerdos verdaderos que nos llegan desde lejos, como lejanas explosiones, el recuerdo de esa muchacha  muerta por el mismo mal que está matando la ciudad, transfigurada en objetos o seres que generan resplandores, en medio de esta densa neblina, como es el caso de los ojos de la niña que vendía frunas en la Av. Alfonso Ugarte o el recuerdo de aquellos antiguos peruanos que habitaron estas tierras, antes que llegaran aquellos invasores que volvieran a Lima lo que es hoy
Este pasado desechable a diferencia del que acabo de describir, se expresa en muchos pasajes, como en el poema Trendelemburg, que da  título al libro: “cientos de fotografía en serie, cascajos en el suelo, el camión municipal recicla los recuerdos depositados en la acera” –dice-.
Las fotografías en sí mismas tienen sentido cuando conservan instantes evocadores sobre lo que somos nosotros. En este caso, el camión de basura es la destinataria que conserva estos recuerdos plasmados en fotos, reciclando ese absurdo.
Solo los recuerdos de esa muchacha, funcionan como verdaderos disparadores para regresar al mundo real, al mundo perdido, primitivo, descrito por los verdaderos peruanos en los petroglifos.
La resistencia de esta poesía en la búsqueda de sentido en medio de este hábitat infernal no acaba allí. Aunque de manera vaga, está presente también, por ejemplo, en la alusión a la música antigua, digamos a la que hacían los Belkings o a esa tonada nueva olera que se deja escuchar desde algún segundo piso cercano, referido en otro poema, en contraste con lo que ocurría afuera.

Esta tendencia a resistir, comienza a adquirir una fuerza inusitada. Esas lejanas explosiones de las reminiscencias que nos llaman, comienzan a oírse más claramente y provocan la impresión de que pronto se desatará la lluvia que lavará nuestros pecados. Esa fuerza hace despertar a todos los moradores de Lima, provoca que dejen el aletargamiento y vacuidad en que vivían y que se pongan a danzar, en largos poemas delirantes, estrepitosos de alegría, como ríos caudalosos que traen la vida, donde parecía que la muerte lo aniquilaría todo.







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