lunes, 4 de enero de 2021

“Un viejo preparador de caballos murmuró: no sé si es buena, pero tiene ganas de correr” (reseña sobre “Matacaballos” de Ana Carolina Quiñonez Salpietro)

 


Evoco mi primera lectura de Matacaballos (Paracaídas, 2018) de Ana Carolina Quiñonez Salpietro (Lima, 1988), y la sinestesia me lleva de la imagen visual a la olfativa y táctil, transportándome a establos y a los caballos que habitan esos espacios. La presencia del animal, su respiración, la temperatura del mismo, reflejan una intensidad que es transferida desde el sujeto poético, hacia este ser. Si bien un aspecto central del libro es la memoria sobre la conflictiva relación que se establece con la figura del padre (la cual es equiparada al lado tosco, duro, del equino y su semejanza con ciertos aspectos de lo masculino y patriarcal), este marco es sobrepasado por la forma como se dibuja la metáfora del caballo y su profundidad simbólica.

El libro está separado en tres secciones: “Calentamiento”, “Pista de trabajo” y “Trote”. Los títulos de estas, sugieren momentos previos al de las carreras y al contexto del hipódromo, como si se quisiera ahondar en el ámbito íntimo del animal, resaltando la perspectiva del que está muy de cerca a este y a su preparación antes de competir y ser espectáculo de los aficionados y apostadores hípicos.

Esta mirada desde dentro se presenta de tal forma que, en varios pasajes, se llegan a establecer personificaciones de los caballos, que generan tal intercambio de naturaleza entre estos y los humanos, que terminan dando pie al surgimiento de un nuevo ser, hecho que considero un logro poético de esta entrega. Todo esto da como resultado una cohesión que le da consistencia de “cuerpo” a todo el libro. Un cuerpo que se percibe singular, fabuloso, como el de un centauro.

Son interesantes además, las relaciones de poder que se establecen alrededor de la figura del caballo. La aparente fragilidad de la inocencia femenina, delicada, sofisticada del sujeto poético, se confronta con ella, con fuerza efectiva. El libro sugiere -con no poca ironía- que el padre esperaba un corcel y le llegó una yegua:

“Ella lo daba todo/ cuando había que cuidar el ritmo./ Era una carrera de cuatro curvas/ pero el jinete no podía apaciguarla/ exigirle”… “Murió/ y la abrieron:/ su corazón/ era dos veces/ uno normal”

El título, “Matacaballos”, podría hacer referencia a algo similar a un matasellos, como algo que viene con una marca registrada, particular, pero también se le puede adjudicar la acepción de “caballo”, como refiriendo a alguien de condición tosca y sin tino y el título con señas de querer acabar con eso. Finalmente se dice en uno de los poemas que Matacaballos era otra forma de llamar al que cuidaba estos animales, aparentemente porque no lo hacía de la mejor manera. Motivo por el cual a veces se perdía en las carreras... Esta relación conflictiva con los sujetos masculinos dentro del libro, podría evidenciar una voluntad de matar al padre, simbólicamente, posibilitando el nacimiento de este sujeto poético.

Otra característica que se constata, es el conocimiento del mundo de los hipódromos, por parte de quien enuncia estos poemas. La figura de los caballos en los establos, se ve extrapolada después al de estos lugares de apuesta y en el caso del sujeto poético, de reunión familiar, digamos en la tribuna. Esto revela también, el aspecto social del libro, que expone una imagen de una clase social acomodada (propietaria de la tierra y los animales), observada con una mirada ciertamente crítica, desde la óptica de una niña que forma parte de este escenario, básicamente como espectadora (más al ser mujer en un ámbito que se muestra eminentemente masculino). Este panorama familiar-social, se ve contrastado por la imagen de un animal que tiene una naturaleza que tiende a la libertad y la belleza, aunque existan presencias que lo quieran cercar, generando una tensión interesante de sentidos en el libro. Reveladoras en este punto, son las palabras preliminares a la última sección:

“Zoila era una yegüita fondera y ligera. Recontra corajuda. No le gustaba que la pasaran. Si le ponían más caballos más se emocionaba y mantenía su ritmo. Corría siempre adelante.”

Vienen a mi mente algunos poemas tras leer “Matacaballos” como: “Emociones del hipódromo” del amauta José Carlos Mariátegui, “Los caballos de los conquistadores” de José Santos Chocano, “El caballo” de José María Eguren, o en los 70s, uno de los mejores poemas del grupo Hora Zero, “Balada para un caballo” de Jorge Pimentel; entre algunos textos sobre caballos en el Perú, emblemáticos.

Los caballos de Ana Carolina Quiñonez Salpietro sin embargo, tienen otras peculiaridades, provenientes de la psiquis de un sujeto poético, consciente de los roles que históricamente han repartido los discursos de poder tradicionales en el Perú, propios de aquella arcadia colonial que hablara Salazar Bondi en “Lima la horrible”, no solo explotadora de la tierra, sino hegemónicamente patriarcal. Dicho esto último, por señalar algunos discursos que se hayan cruzados en el libro, aunque como dije, sorprende además por su propuesta estilística, enseñoreada por el conocimiento de primera mano, que se percibe la autora tiene de este mundo.

 

LAS BESTIAS DE ADENTRO

 

Temíamos que un caballo
se empotre
contra la casa.
Los pasadizos de tierra
y el extenso terreno
abandonado
de barro y charcos
se quedaban a oscuras
y con el silencio
irrumpían las historias.
Un preparador
enloquecido
que marcaba
la huasca
potrancas
y variadores
potrillos y capataces.
Todo le pertenecía
todo lo que se movía.
Entonces
mi padre aparecía
cuando ya habíamos
cenado
y hecho las tareas
limpios
y desparasitados
comprobaba
las orejas
las patillas
cortas
las uñas.

Así
empezamos a traicionarnos
y le entregábamos la cabeza
del autor de los vidrios rotos.
Acusábamos
al que tiraba su comida a los perros
al que no se llenaba nunca
y comía de las sobras de los peones.
También le decíamos la verdad.
La verdad de los moretones
y de las costras
de las costillas salidas.
Siempre sabía quién se orinaba en las sábanas
y quién dormía con la luz prendida
quién veía en el televisor
formas borrosas
personas montando personas
y todos recibíamos correa.

Así
intentaba decirnos
que nosotros no éramos sus hijos
que éramos su responsabilidad.