lunes, 28 de septiembre de 2020

“Viendo caer entre las bellísimas líneas de luz, la inocencia hasta la astilla” (reseña de “Vidas y muertes de San Jerónimo de Estridón” de Javier Rivera)

 


“Visnú es la “casa del universo” y su apariencia es horrible porque se manifiesta como una presencia abigarrada, hecha de todas las formas: las de la vida tanto como las de la muerte”, dirá Octavio Paz sobre la apariencia de la divinidad en el Bhagavad-gītā, en el epifánico encuentro entre el guerrero Arjuna y Krishna. Lo real no es solo se muestra en lo que comúnmente entendemos como lo bello e ideal, sino también en su horrenda faz. No solo en la germinación, sino en la liquidación de la existencia, es que esto se presenta. En “Vidas y Muertes de San Jerónimo de Estridón” (Aletheya- El Pasto Verde Records, 2019) de Javier Rivera (Arequipa, 1978) podemos distinguir ese ánimo de expresar la totalidad de la experiencia, a través de su poesía: la límpida y estética mirada infantil de este sujeto poético que va tras su memoria; ora hermosa, ora terrible.

Vidas y muertes de San Jerónimo de Estridón, presenta fotos del autor y familiares en circunstancias felices. Diría que no hay uno de ellos que no esboce una sonrisa en un espacio geográfico definido, el barrio de San Jerónimo en la zona del cercado, en Arequipa. Las fotos aluden definitivamente al pasado. Al final del libro se señala que el autor vivió ahí hasta los 11 años allí. Ya lo dijera el gran poeta austriaco Reiner Maria Rilke: “La verdadera patria del ser humano es la infancia”. En ese mundo se define en gran parte quiénes somos. Todas estas señas marcan las impresiones de este poemario.

Tras estas primeras impresiones y ya entrando al libro, uno se enfrenta a estas palabras sobre el pórtico de sillar: “Los vendedores de biblias de Trento te dieron las gracias en 1546. No podías suponer que bajo tu nombre brotaría yo para contar tus intimidades”. Desocultando con ello, lo que estaba detrás de esas sonrisas.

Estos textos, que se erigen desde un andamiaje verbal narrativo, desbordan por la minuciosidad de sus imágenes, que se destacan por un acabado que delinea en un principio, un ambiente familiar de una impecable y lúdica ternura: “El cubrecama cálido era atacado por la luz de la mañana, debajo del aire se pintaba de rojo naranja, el ventanal de la habitación no dejaba de lanzar fotones en dirección de la nave. Dentro, los cómplices guerreros sonreían de costado y se hacían señas para mantener el espíritu”.

Este trazo seguro, que configura una mirada infantil pura, donde se posan sus ojos, es intervenido por el anticlímax de una presencia, que distorsiona “ese momento perfecto”,  incluso en el estilo. Genera la sensación contraria al minucioso amor de la primera parte de ese cuadro, para generar una sensación de rápida intromisión violenta como aquel que luego de dañar tira la puerta provocando un sonido estrepitoso: “Combatimos. Ganábamos siempre que estábamos juntos, luego llamaban a desayunar y mamá nos hacía Nesquik de fresa con leche antes de secar sus ojos morados de Xanax y Somese. Papá era lo que queda después que el cielo se traga una estrella”

Ya lo dirá en los últimos versos de otro poema: “Fuimos dos rostros afilados hacia la cima, viendo caer entre las bellísimas líneas de luz, la inocencia hasta la astilla”. Las batallas y aventuras de los juegos, representan, formas alternativas para poder combatir la violencia. La poesía en ese sentido, marca la gesta de un niño por combatir la violencia del adulto paterno, el espíritu del mismo, su resistencia y valor. Todo esto es expresado con tal belleza, que genera pasajes de una gran humanidad.

Si la figura paterna, se presenta de forma violenta, la femineidad de la madre, se presenta como una imagen salvadora y verdadera, a diferencia de las imágenes falsas, como esta de arcilla: “…fluyendo de mí por una boca emergente (llorando en este puto valle de lágrimas)/ y todo por una Virgen de arcilla/ que nunca me exaltó/ ni con la gracia de su arenosa grieta”

El lenguaje narrativo es sorprendido por pasajes de deslumbrante raptos líricos. El oído para producir música en la prosa, se extrema como en solos de guitarra interminables dentro de la orquesta de otros instrumentos también tocados con virtuosísmo: “A vista del niño propicio/ les cambia el rostro:/ se les sonroja el labro,/ el clípeo/ la frente/ el vértex,/ se les hacen agua los palpos labiales/

El poema “La niñas coleópeteras” es un ejercicio de música, pero también de sentido semántico. Separado en secciones como si fuera un vinilo (en franca alusión al pasado) “Lado A”, “Interludio”, “Lado B”, la altura lírica desciende a lo narrativo (nuevamente el uso del anticlímax) y a un desencanto, no exento de gracia: “De día coqueteabas con nosotros con cada uno/ me decías “eres lindo”/ te amo/ y yo te creía (acto de fé),/ aunque nos dijeras lo mismo a los tres”

La referencia a la familia y ciertos giros estilísticos, recuerdan a Antonio Cisneros y José Watanabe. La recuperación de la memoria, el humor, la ironía, que se despliegan en esta poética de forma narrativa y conversacional, remiten a “el oso hormiguero”. Aunque lo lírico como dijera arriba, no es ajeno, lo cual también se despliega naturalmente en varios pasajes. A Watanabe me sabe el delicado trazo de las imágenes, el sentimiento muchas veces sereno, la filiación familiar tan estrecha, constituyente del centro del sujeto poético. Estos giros estilísticos y dialectales de Rivera guardan su propia factura, en parte con el contexto geográfico en el cual transcurren los poemas: la Arequipa de una familia de clase media en los años 80s.

Esta fluidez del libro, que comento, según mi opinión, pudo verse mejor resguardada evitando poner un epígrafe por poema. Me parece que estos distraen un poco la lectura, que se sostiene tan bien a partir de cómo se presentan los textos que lo conforman. Detalles que no ensombrecen la propuesta, que en términos generales, presentan una poética de profunda sensibilidad, contrastada por sentimientos de mucha ternura y amor, pero a su vez de implacable crítica, a través de la sutil perversidad que asoma en un ángulo de esa mirada infantil, tierna y pura; qué llega sin pedir permiso.

 

 

DE LA NAVE ESPACIAL QUE VOLABA CON EL JUANMA

                                                                                      El carrusel girando siempre en el mismo sentido
                                                                                                              Los niños encima de los caballos
                                                                                       Sus padres al mirarlos envejecen en cada vuelta
                                                                                                                                            Los niños ríen
                                                                                                       No saben que los caballos son de palo

                                                                                                                                              Hugo Paviot

                      

A trece mil pies del planeta Belda, nuestra nave Sankoukai, es herida por el láser mortal de los padres Gavanas – olor a naranja y hierba luisa. Enterrados de la presencia de una nube de angustia sobre el sistema solar, marchamos en dirección de Analis con la misión de destruir a nuestros enemigos, antepasados malvados de la galaxia.

El cubrecama cálido era atacado por la luz de la mañana, debajo el aire se pintaba de rojo naranja, el ventanal de la habitación no dejaba de lanzar fotones en dirección de la nave. Dentro, los cómplices guerreros sonreían de costado y se hacían señas para mantener el espíritu.

 

Idea extraña de ave acurrucándose

vuelo cuchillo

naturaleza que vibra con el nombre

hoja de trébol

longitudes de sal

barrena invertida

onda de cáscara

ocho cubano

crujido de pan

tonel

estallidos de trompeta y piano.

 

El lomo de la lengua contra el paladar y el aire entrecortado imitaba el sonido de los verdes rayos de las pistolas (metáfora biliar, putrefacción).

Sankoukai se acercaba a Analis. En ese momento el miedo no era una opción, todo en el espíritu era osadía, se dirigían al peligro cósmico antes del desayuno, gorreando unos camotes fritos de la mesa en proceso.

Combatimos. Ganábamos siempre que estábamos juntos, luego llamaban a desayunar y mamá nos hacía Nesquik de fresa con leche antes de secar sus ojos morados de Xanax y Somese. Papá era lo que queda después que el cielo se traga una estrella.